Una nueva victoria del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, abre el interrogante acerca de que características tendrá el gobierno en los próximos cinco años. Erdogan es una figura cambiante que se ha mantenido 20 años en el poder porque ha sabido moverse entre la moderación y la radicalidad.
Las últimas elecciones han sido una prueba de fuego tanto para la oposición como para el oficialismo. Era la primera vez que los diferentes partidos lograban una candidatura consensuada. La figura elegida para representarlos fue Kemal Kilicdaroglu, el líder del Partido Republicano del Pueblo (CHP) que, si bien no era el candidato más popular, y, además, tenía en su haber una serie de derrotas electorales, era una alternativa real para llegar a un acuerdo.
Pero el frente de “todos contra Erdogan” no fue suficiente. A un candidato no tan popular como Kilicdaroglu, se sumó una excesiva confianza en que la mala situación económica y la deficiente gestión que el oficialismo había hecho luego del terremoto de febrero, le iban a pasar factura a un Erdogan debilitado. La realidad demostró lo contrario.
La fortaleza del oficialismo estuvo en poder dominar la campaña con temas como la seguridad, los valores tradicionales y el nacionalismo para seguir fidelizando adhesiones en un país dominado por la polarización. También un factor importante para esta victoria fue el apoyo del candidato de extrema derecha, Sinan Ogan, que había salido tercero en la primera vuelta electoral.
El futuro gobierno tendrá como aliados claves a sectores ultranacionalistas, y esto hace suponer que reforzará su costado más conservador y sus derivas autoritarias. Esto no vaticina nada bueno para las organizaciones LGTBI, -a las que ya prometió ilegalizar-, la minoría kurda o los derechos de las mujeres.
La situación económica marcará el pulso de la profundidad de las transformaciones que quiera llevar adelante el nuevo gobierno, como así también, su política exterior.
Como miembro de la OTAN, Erdogan ha mantenido una relación de tensión-cooperación con sus socios occidentales, siempre en el marco de una política “transaccional” donde se endurece para luego terminar cediendo, pero siempre en función de sus intereses nacionales. Una muestra de ello es la posición de Turquía en el conflicto Rusia-Ucrania. Por un lado habilitó un corredor para la comercialización de granos ucranianos, pero por el otro, se negó a aplicar sanciones contra Rusia. Tanto Rusia como la Unión Europea son socios comerciales estratégicos, y en un contexto de crisis no puede prescindir de ninguno de ellos. Es por esto que se puede suponer que, en el plano internacional, el tercer mandato de Erdogan como presidente no sufrirá grandes cambios.
La oposición, por su parte, enfrenta el desafío de mantenerse unida, ya que es muy probable que el gobierno tenga una estrategia para ganar el apoyo de los socios de derecha de la coalición opositora en busca de apoyo parlamentario. Si bien, el AKP y aliados han obtenido una mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias, no tiene la mayoría especial que se requiere para hacer reformas en la Constitución, como, por ejemplo, que Erdogan pueda presentarse a un nuevo mandato.
Por su parte, el CHP ha planteado la necesidad de una renovación, que incluye un paso al costado de Kilicdaroglu en la conducción del partido. Esto abriría la posibilidad de que el liderazgo sea protagonizado por Ekrem Imamoglu, actual alcalde de Estambul, y daría paso a un recambio generacional. Por el momento, Kilicdaroglu se niega a renunciar.
Tanto el oficialismo como la oposición tienen la mirada puesta en las elecciones municipales que se celebrarán el año que viene, y en las que el AKP y sus aliados intentarán recuperar las ciudades de Ankara y Estambul. Es por eso que romper el bloque opositor, será un objetivo para Erdogan, ya que una oposición unida en Estambul es casi imposible de derrotar.
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